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Mi relación con Perdidos fue satisfactoria hasta la tercera temporada. A partir de ahí, empecé a verla un poco por inercia: quería saber qué había detrás del misterio de la isla y del humo negro, y qué ocurriría con aquellos personajes que me habían hecho creer que la tele era más adictiva que la bluemeth. Así que no fui uno de los que madrugaron para ver el ansiado capítulo. Lo vi sin demasiadas expectativas. Y, como por entonces no tenía Twitter, sin presión del fandom entregado en busca de milagros de última hora. 

Debo reconocer que eché alguna lagrimilla con el reencuentro en la Iglesia. Pensé con una sonrisilla maliciosa: «Vale, no estaban muertos», pero no me pareció del todo mal que esa gente que había unido sus destinos en el vuelo 815 de Oceanic Airlines, tuviera un lugar común donde estar juntos después de criar malvas. Luz celestial, música de emoción contenida y volverse a ver felices y contentos después de haberlas pasado canutas. Un «happy end» que, sin volverme loca, me dejó bastante satisfecha. 

 

 

Fuegos artificiales. Eso fue Lost. Misterio tras misterio nos enganchaban con nuevas maravillas. El oso polar. El humo negro. La escotilla. Los números. La estatua con cuatro dedos. Los otros. Dharma. Por eso nos pasábamos horas desarrollando las más absurdas teorías. Recuerdo una con especial cariño. Esta deducía, a partir de los grabados en la escotilla y de numerosas pistas que nos habían ido racionando a lo largo de la serie, que bajo la isla, en algún punto entre las estaciones Dharma se encontraba el Arca de la Alianza. Era tan elaborada que durante un tiempo llegué a creerla. Pero no fue la única. Había miles. Algunas mejores y otras peores. Todas difieren con el final de Lost en un punto clave. Esas teorías explicaban qué es la isla, por qué es tan importante, qué eran los números, la estatua... Todo quedaba explicado. Me hubiera conformado con la más ridícula. Por desgracia nos dijeron que era una serie de personajes. Años más tarde, todavía me pregunto qué significa eso.

 

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